Anoche disfrutaba del fresco en la terraza antes de que lleguen las calurosas noches del verano. No había mucha contaminación lumínica, por lo que el cielo estaba plagado de estrellas. Al considerar que muchos de esos puntitos de luz eran estrellas tan grandes o quizás más que nuestro sol, cada una con sus respectivos planetas, me percaté de la inmensidad del universo. Percibiendo ese espacio tan grande me sentí realmente pequeño. De repente, mis problemas personales se tornaron nimios, sin importancia. En ese preciso momento me sentí como un pequeñito granito de arena en la vasta oscuridad del universo y percibí un sentimiento de paz y humildad que me trajo los pies a la tierra, a la realidad. Unas sensaciones que me separaron de mis consideraciones mentales sobre lo que es y no es importante o lo valiosos que son mis puntos de vista.
Me gusta desarrollar y practicar la humildad, una característica que consiste en tener conciencia de tus límites, de tus debilidades y en actuar conforme a ese conocimiento. Hubo un tiempo en el que me sentía muy perdido interiormente. Estaba buscando mi propia identidad, intentando desarrollar una personalidad con la que jugar en el «juego de la vida». Mi autoestima estaba bastante baja y poco consolidada. Me pasaba mucho tiempo buscando el reconocimiento y la aceptación de los demás. Sólo cuando conseguía la atención y la aprobación de las personas que quería y admiraba me sentía valorado, alguien que merecía la pena. Continuamente buscaba fuera el valor y la fuerza que, en realidad, tenía que surgir desde dentro.

Hace unos 20 años comencé un proceso de madurez acelerado, tanto interior como exterior, que me ayudó a descubrir quien era realmente, más allá de mi cuerpo y de mi mente. Partiendo de ese conocimiento, cogí mis puntos de vista, remodelé aquellos que hacían falta y reafirmé los que más me gustaban. A medida que ha transcurrido el tiempo, me he ido conociendo cada vez más a mí mismo y he aprendiendo a manejar mi mente y mis emociones. Así es como empezé a aplicar la PNL con mis clientes en mis consultas, a dar conferencias, a asistir a grupos de desarrollo personal, etc. También surgieron muchas personas que mostraron cierta admiración por mí. Que si yo era maravilloso y valiente, que si era extraordinario lo que hacía con mi situación física y encima ayudando a los demás… palabras que henchían mi ego y que me hacían sentir muy contento, reconocido e importante. Hasta tal punto las disfrutaba, que fui notando cómo eso que llamamos soberbia comenzaba a crecer en mi interior. Desde entonces he estado muy atento, como no me gustan las personas engreídas, he intentado no reproducir este tipo de comportamientos, no quiero practicar aquello que no valoro.
La soberbia no me gusta porque es peligrosa, es un sentimiento que nos empuja a mirar a los demás desde arriba, con superioridad. En multitud de ocasiones he visto a personas empezando conversaciones en las cuales parecía que sólo intercambiaban puntos de vista, pero que, a medida que han ido avanzando, han terminado en verdaderas discusiones que trataban de dirimir quién llevaba la razón, porque era la manera que tenían ambas partes de reafirmarse, de mirar al otro desde arriba. La humildad se aleja de todo eso. Exige conocerse a uno mismo, tener claro el sentido del YO y ser consciente de nuestras propias creencias. Siendo humildes y respetuosos con el prójimo podemos cambiar de punto de vista sin miedo a lo que piensen y digan los demás.

La capacidad de permitir a otra persona ser lo que quiera ser, aún cuando tu mente y tus puntos de vista te digan que eso que está mostrando la otra persona es incorrecto, es una habilidad social extraordinaria por dos motivos: por un lado, te permite vivir más tranquilo porque no gastas energías en enfrentarte a todo el mundo; y por otro, facilita las relaciones con los demas, porque todo el muno quiere estar con personas que les permiten ser ellas mismas. Para mí fue importante darme cuenta de que permitir a otro mostrarse como es o como piensa no ponía en peligro la validez ni de mis creencias, ni de mí mismo, por muy grandes que fueran las diferencias. Mi hermano me contó una historia que ilustra muy bien este pensamiento: «Manolo y Pepe, dos amigos de toda la vida, se encuentran después de muchos años sin verse. Tras contarse qué habían hecho en ese periodo Manolo se queda pensativo. “Oye Pepe, han pasado más de veinte años y sigues igual de joven, ¿cómo haces para mantenerte así?”, le pregunta curioso. “Es de no discutir”, contesta Pepe a su amigo. “¡Anda ya, cómo va a ser de eso!”, dice Manolo un poco perplejo. “Pues no será…”, resuelve Pepe con una sonrisa en los labios.»
Para mí esta historia es muy inspiradora. Cada vez que la recuerdo, conecto con la sensación de libertad que debe experimentar Pepe. Y es que resulta muy gratificante no necesitar que el resto piense como tú, aún cuando, como Manolo, desestiman tu punto de vista. En este relato Pepe evita la discusión y permite que su amigo se exprese con absoluta franqueza, lo cual no quiere decir que esté de acuerdo con él. Una actitud que muestra lo seguro de sí mismo que está Pepe, opine lo que opine Manolo. Cada uno tiene sus creencias: tú tienes las tuyas, yo las mías, y el basurero que limpia la calle en la que trabajas, las suyas. Ningún modelo de la realidad es más verdadero que otro, ningún punto de vista prevalece sobre el resto porque cada cual valora diferentes aspectos de la vida. Cuanto más conseguimos asimilar esta máxima, tanto más sencillo nos resulta aceptar al prójimo, por muy incorrecto que nos parezca lo que piensa.
Animo a que todo el que lea estas palabras practique, si le apetece, y que permita al resto ser y mostrase como desean. Un acto que despertará una sensación de libertad muy especial.