Hoy quiero hablaros de la mente, de su funcionamiento y de cómo, en un gran número de ocasiones, asume el control de nuestras vidas de forma caprichosa y toma decisiones que van directamente en contra de nuestra voluntad. Pero para entenderlo mejor debemos conocer qué es la mente y cuál es su cometido.

Dentro de la anatomía básica del ser humano encontramos tres elementos: el cuerpo, la mente, y el YO, eso que la física cuántica llama el observador y que no es otra cosa que nuestra consciencia de ser nosotros mismos.

De las tres piezas básicas que componen el ser humano el cuerpo es la que resulta más fácil de definir y entender: se trata de la estructura física y material que nos permite relacionarnos con el mundo exterior. Es algo así como el vehículo en el que realizamos el viaje de nuestras vidas.

Por otro lado se encuentra la mente. La función primordial de esta «máquina» es la de buscar soluciones a las distintas dificultades a las que nos enfrentamos a diario. Se nutre de ese impulso que nos mueve a perdurar en el tiempo y convierte nuestra supervivencia en su objetivo.

El último elemento de este puzzle es el YO, es decir, nosotros mismos. Nuestra función es sencilla, nos encargamos de observar los diferentes estímulos que experimenta la mente y tomamos las decisiones que permiten dirigir el barco hacia buen puerto. Sin embargo, en muchas ocasiones, la mente se ha vuelto tan poderosa que no somos nosotros los que manejamos el timón de nuestras vidas, sino que es ella la que elige el rumbo de nuestra existencia.

Representación del observador

¿Por qué razón se vuelve tan poderosa? La respuesta hay que buscarla en los procesos de aprendizaje y en los programas mentales que se generan. Desde el mismo momento en que nacemos comienza nuestro contacto con la familia, con el ambiente o con la cultura de nuestro entorno. A medida que crecemos, nuestra mente se encarga de recoger, de procesar y de crear significados de toda la información que le llega, es decir, nos ayuda a establecer unos programas mentales que facilitan nuestra relación con el mundo que nos rodea.

Una vez que estos programas mentales han sido plenamente definidos se desarrollan de manera autónoma, es decir, sin que el YO los supervise. Esto es muy importante porque implica que, durante buena parte del día, nosotros no somos plenamente conscientes de lo que estamos haciendo. ¿No me crees? Si nos paramos a pensarlo nos pasamos mucho tiempo con el piloto automático encendido: «en las comidas no reflexionamos sobre cómo debemos sostener los cubiertos en la mano, simplemente los cogemos y comemos; a la hora de redactar no es preciso que nos concentremos en saber cómo se escribe cada letra de cada palabra, sencillamente sabemos lo que queremos decir y lo plasmamos sobre el papel; tampoco nos paramos a pensar dónde está situado el pedal del freno cuando vamos conduciendo, esta tarea la hacemos de manera tan autónoma, que somos capaces de conducir e ir manteniendo una conversación al mismo tiempo». Estos son sólo algunos ejemplos de actividades que la mente desarrolla de manera automática, es decir, momentos en los que delegamos en ella todas las decisiones que permiten desarrollar estas tareas.

El proceso de aprendizaje siempre es el mismo: se practica, se asimila y se vuelve inconsciente. La automatización de tareas resulta tremendamente útil para nuestras vidas porque podemos dejar de supervisar tareas rutinarias y centrar la atención en asuntos más importantes. Sin embargo, no todo son beneficios. El proceso de aprendizaje tiene una pega y es que, en muchos casos, la programación se realiza de manera improvisada, es decir, sin nuestra supervisión consciente, lo que puede ocasionar unos resultados poco satisfactorios. ¿A cuántas personas vemos conduciendo con una sola mano al volante? En estos casos, la programación de la actividad «conducir» ha terminado interiorizando, posiblemente por lo cómodo que resulta llevar una mano apoyada en la palanca de cambios, que el volante se sujeta de esta forma menos segura. Estos conductores no entran a valorar que esa manera de conducir puede restar velocidad de respuesta o precisión de maniobra en caso de cruzarse con algún obstáculo en la carretera.

Estudiante aprendiendo a escribir

El gran problema que nos encontramos con la programación improvisada es que también tiene lugar en ámbitos tan importantes como la adopción de nuestros valores, creencias o comportamientos sociales —pilares indiscutibles de lo que entendemos que es nuestra realidad—. Por ejemplo, en Andalucía se valora mucho el trato cercano y esta forma de ser, que vivimos a diario, terminamos interiorizándola y la hacemos nuestra sin darnos cuenta.

¿Pero qué sucede cuando asimilamos inconscientemente otro tipo de valores que resultan perjudiciales? Pensemos en alguien que valora la perfección y que quiere alcanzarla a toda costa. A esta persona le genera una gran angustia salir de casa si antes no la ha dejado completamente limpia, recogida y ordenada. Su mente ejecuta el programa «perfección» constantemente ocasionando una enorme pérdida de tiempo diaria. No se queda contenta con el resultado de ninguna de las tareas que emprende hasta que no están absolutamente impecables. Es incapaz de saber cuándo debe parar, cuando es mejor dejar algo como está —aunque no esté del todo bien— y dedicar ese tiempo, por ejemplo, a darse un paseo con su pareja y con sus hijos. El programa «perfección» ha tomado lentamente el mando de su vida y no deja que la disfrute.

En este caso se puede observar con claridad cómo la mente ha suplantado al observador y está redefiniendo por completo las prioridades de esta persona. Las reacciones automáticas del programa «perfección» son tan inmediatas que el observador deja de percibirlas y, por lo tanto, se ve incapaz de influir sobre ellas. La persona del ejemplo sencillamente no puede decidir cómo se quiere comportar y se va dejando llevar por unas imposiciones que le vienen dadas.

Es preciso que aprendamos a desarrollar la habilidad de disociarnos de la mente para permitir que sea el observador el único capitán de la embarcación. Cuando se toman decisiones basadas en nuestras propias verdades, cuando somos capaces de identificar y gestionar nuestros miedos, dudas y ansiedades, es cuando tomamos el timón de nuestras vidas y conseguimos lo que realmente queremos. Aseguremos nuestro bienestar evitando ceder a los caprichos de la mente. Una vida mucho más plena nos espera en el siguiente puerto, siempre y cuando logremos dirigir hacia allí nuestro barco.