Nos cuesta mucho gestionar nuestras emociones. En demasiadas ocasiones nos encontramos a merced de nuestros sentimientos. ¿Cuántas veces, en mitad de una acalorada discusión, has dicho algo que no debías? ¿Nunca te has perdido un día espléndido porque tu apatía te impedía salir de casa? ¿Cuántas noches te ha costado conciliar el sueño porque había un problema que no paraba de rondarte la cabeza?
Estas situaciones son habituales, todos hemos pasado por ellas alguna vez. Y es que existe una relación muy estrecha entre la experiencia emocional, la experiencia mental y la experiencia corporal. No se puede entender ninguna de ellas sin la compañía asociada de las otras dos.
Las emociones, por ejemplo, funcionan como filtros para nuestra memoria. Nuestra atención o nuestros recuerdos se ven afectados dependiendo del estado en el que nos encontremos: es más sencillo recordar experiencias tristes cuando estamos apáticos o momentos de frustración si nos invade la ira.
A nivel físico sucede algo parecido. Existen numerosas reacciones fisiológicas que están estrechamente ligadas a distintos estados emocionales: a muchas personas les sudan las manos cuando tienen miedo o perciben un hormigueo o una sensación de ahogo en la garganta cuando reciben una mala noticia.

Esta relación entre experiencia emocional, experiencia mental y experiencia corporal se va acentuando con la edad. A medida que crecemos y maduramos, tendemos a comportarnos de forma similar ante determinadas emociones, es decir, vinculamos conductas y sentimientos. Lo hacemos hasta tal punto que podemos averiguar cómo se siente una persona fijándonos tan sólo en ciertas señales: el ceño fruncido nos indica que alguien está enfadado; con la aceleración en el ritmo respiratorio sabemos que una persona está sufriendo un ataque de ansiedad; o la elevada tensión muscular nos advierte de que nos encontramos ante alguien que está asustado.
Todos estos datos nos demuestran que mente, emociones y conducta forman un paquete indisoluble e integrado en el que cada elemento influye directamente sobre los demás. Y esto es una buena noticia, porque del mismo modo que un estado emocional nos induce a comportarnos de una determinada manera, un pensamiento puede ser el origen de un cambio en nuestra manera de interpretar una situación. Ser consciente de este hecho resulta tremendamente útil ya que nos da la posibilidad de recrear emociones a voluntad.
Ejercicio: gestionar emociones
Realicemos un ejercicio para que podamos comprobar lo fácil que resulta cambiar nuestro estado emocional:
- Piensa en una emoción, un sentimiento o una sensación que quieras revivir. En este ejercicio nos centraremos en la tranquilidad pero tú puedes elegir la que quieras —eso sí, intenta que sea agradable—.
- Describe la emoción que quieres evocar como si lo hicieras para alguien que nunca la ha experimentado. Para facilitarte la descripción responde a la siguiente pregunta:
- ¿Cómo y dónde sientes esa emoción en el cuerpo?
En el caso de la tranquilidad la respuesta podría ser: «la siento mayoritariamente en el pecho y en el abdomen. Percibo como ambos se relajan primero y cómo el resto del cuerpo termina acompañándolos: hombros, cuello, extremidades, etc… Mientras estoy tranquilo mi respiración es lenta y espaciada. En ese estado mi cuerpo experimenta una enorme sensación de bienestar, lo que me provoca un inmenso placer». - Consejo: No seas parco en palabras, desarrolla bien la respuesta porque cuanto más detallada sea, más datos tendremos para reconocer la emoción con la que estamos trabajando.
- ¿Cómo y dónde sientes esa emoción en el cuerpo?
- Una vez que hayas identificado estas sensaciones corporales, permite que la emoción permanezca en tu cuerpo primero y que luego se expanda por él. Deléitate en esa sensación. En nuestro caso, como estamos trabajando con la tranquilidad, nos vamos a centrar en la sensación de calma que nos genera y vamos a disfrutar de ella.
- No te detengas aún cuando sientas que tu cuerpo está colmado de «tranquilidad», continúa generando esa sensación para que se extienda y llene la habitación en la que te encuentras. Deja que crezca y ocupe todo el espacio a tu alrededor, mientras tú sigues disfrutando y saboreando la experiencia.
- Cuando sientas que esa sensación ha llenado toda la habitación, permite que salga y se expanda hacia afuera, que colme el edificio y, luego, el resto de la ciudad. Piensa en cómo te sientes cuando la emoción alcanza semejantes dimensiones.
- Permanece el tiempo que quieras disfrutando de esa sensación y de sus sentimientos asociados.

¿A que no ha sido difícil hacer brotar la emoción? Esto se debe a que para describir o recordar un estado emocional, necesitamos sentirlo, aunque sea mínimamente. La mente necesita experimentarlo para poder describirlo. Aprovechando este impulso podemos «dejar el grifo abierto» —por así decirlo— y permitir que la sensación crezca dentro de nosotros y se expanda. Sencillo, ¿verdad? Es tan fácil como pensar en una emoción, evocarla para describir cómo se manifiesta físicamente y voilà, ahí la tenemos.
Conclusiones
La práctica de este ejercicio incrementa nuestra capacidad para gestionar el mundo de las emociones. Como veíamos en el artículo «Superar la sensación de fracaso», poder controlar nuestro estado emocional a voluntad para adaptarlo a cualquier circunstancia es una poderosa herramienta para desenvolvernos en la vida: no es lo mismo mantener la calma cuando el jefe nos busca las cosquillas que dejarse llevar por el calentón y hacer o decir algo de lo que luego nos podamos arrepentir.
Los estados emocionales son, como nos dice su propio nombre, estados, es decir, son sentimientos cambiantes que no se extienden en el tiempo de manera indefinida. La alegría, la pena, el miedo, la felicidad o la rabia no forman parte de nuestro ser. En un momento dado sentimos sus efectos y, un instante después, desaparecen tan rápido como vinieron.
La habilidad para gestionar las emociones se aprovecha de esta circunstancia. Gracias a ella podemos adaptar nuestra manera de pensar y de sentir a nuestro antojo. Con ella de nuestro lado tendremos la capacidad de calmar nuestros nervios o de sonreír al mundo siempre que queramos.